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lunes, 3 de diciembre de 2012

EL CONCURSO LEVENTRITT por Helen Epstein (extractos, primera parte)

CARNEGIE HALL EN NY
Media hora después de iniciadas las finales del XXIX Concurso Internacional Leventritt, un joven que llevaba puesta una boina de color púrpura apareció en la puerta del escenario del Carnegie Hall y anunció que acababa de llegar de París para la prueba de piano.
- Por favor, entre por la puerta del frente – se le dijo.
- Pero soy un participante – insistió, y discutió con el guardia de la puerta del escenario, hasta que aparecieron otros guardias y lo obligaron a irse.
El incidente ofreció un poco común alivio cómico en una prueba en otros sentidos grave, agotadora, henchida de tensión. Todas las competencias –desde la rifa local hasta los Juegos Olímpicos- engendran excitación, y algunas proporcionan a sus ganadores el trampolín de una carrera para toda la vida. Pero el Leventritt era el concurso más prestigioso y lucrativo de Estados Unidos. Su ganador de 1976 no sólo recibiría un premio en dinero de 10,000 dólares, sino, además, un contrato de grabación con la RCA y una cantidad de compromisos solistas con una decena de grandes orquestas sinfónicas norteamericanas, entre ellas la Filarmónica de Nueva York. Por este motivo, los ochenta y cinco jóvenes pianistas de dieciocho países habían dedicado la mayor parte de su tiempo e invertido una gran cantidad de dinero en la preparación para este concurso. Sus experiencias, a lo largo del proceso de selección de dos semanas, proporcionaron una inhabitual visión del funcionamiento entre bambalinas del negocio de la música, y demostrarían el grado en que la pura energía nerviosa y la resistencia –así como el talento- son necesarios para triunfar como artista en conciertos.
El Leventritt se realizó por primera vez en 1940, en memoria de Edgar Leventritt, un destacado abogado de Nueva York y músico aficionado. Leventritt sentía afecto por los artistas jóvenes, y pasaba buena parte de su tiempo libre en compañía de ellos. Cuando murió, dice su hija Rosalie Berner, la idea de un concurso internacional para músicos, realizada en Estados Unidos, era nueva:
Nuestro objetivo era lanzar a jóvenes artistas, establecer una norma para profesores y ejecutantes y hacerlo realmente internacional, de modo que un músico de cualquier parte del mundo tuviera la posibilidad de ser escuchado.
Desde entonces, por supuesto, la situación en el mundo de la música clásica ha cambiado en forma espectacular. Para la década del 70, centenares de pianistas, ejecutantes de cuerdas y vocalistas, altamente idóneos, ingresaban todos los años en el mercado de conciertos, en la esperanza de labrarse una carrera como solistas...

- ... En la década del 50, uno tenia garantizada una reputación si ganaba en un solo concurso, como el de la reina Elizabeth en Bruselas, o el Tchaikovsky en Moscú –dijo un participante-. Ahora hay tantas pruebas y participantes, que unos años más tarde todo el mundo se ha olvidado de uno.

Pero al mismo tiempo, y porque había tantos solistas esperanzados, ganar un concurso se había vuelto casi indispensable, en opinión de muchos. Un premio traía consigo publicidad, tanto en el mundillo de los estudiantes de música, los profesores y los ejecutantes, como en el mundo de los concurrentes a conciertos, donde la gente compraba localidades. Un premio atraía la atención de administradores que imaginaban que tal vez tenían entre sus manos a otro Horowitz o Heifetz. Además era una prueba tangible de logro, un criterio de excelencia indiscutida en un campo repleto de ambigüedades. Aunque los concursos musicales eran despreciados por los músicos, porque alentaban las ejecuciones maquinales y la política, por los profesores debido a que producían una desmoralización innecesaria, y por los críticos porque creaban magos técnicos que producían notas sin alma, eran, de todos modos, un fenómeno que pocos podían darse el lujo de ignorar.

De resultas de ello, en general los músicos jóvenes se inscribían en muchos concursos, recorrían un transitado circuito, de Nueva York a Montreal a Leeds, Génova, Bruselas, Munich, Varsovia, Moscú, y aun cruzaban Texas tratando de sacar una ventaja a sus pares. Las pruebas habían creado una nueva raza, el artista de concursos, así como una jerarquía entre los concursos mismos. Sin las limitaciones de un programa regular, anual o bianual, el concurso se realizaba y se dejaba abierto para pianistas y ejecutantes de cuerdas, cada vez que la señora Berner y su panel de jueces decidían que había una cantidad importante de nuevos talentos. Los propios jueces Leventritt eran considerados, en general, como los músicos más destacados y equitativos que era posible reunir en un lugar... 

... Seis meses antes de la iniciación del Leventritt, se enviaban anuncios a las escuelas, profesores consulados extranjeros y ex participantes de todo el mundo.

- Pero no es posible presentarse sin más –dijo un estudiante de Juilliard-. Es necesario haber tocado en una cantidad de orquestas, o ganado ya algún otro concurso, o por lo menos haber ofrecido un recital en Nueva York. El solo hecho de inscribirse exige mucho valor.

Mientras iban llegando las solicitudes, la señora Berner se dedicó a buscar un grupo de jueces que pudieran estar disponibles durante diez días seguidos. También necesitaba alquilar un salón con instalaciones adecuadas para las prácticas, buena acústica, asientos cómodos y espacio para los participantes y los jueces. Luego debía contratar acompañantes competentes, que tocaran las partes orquestales de hasta cincuenta conciertos, con personas a quienes no conocían.
Gary Graffman
En 1976 el concurso se realizó para pianistas. Los jueces Gary Graffman (ganador Leventritt de 1949) y Claude Frank (participante Leventritt de 1954) estudiaron un centenar de solicitudes y sólo rechazaron once. Era el más alto numero de solicitudes que cualquiera de los dos hombres recordase haber visto en el Leventritt, y un indicio más del creciente nivel de los progresos pianísticos. Desde la Segunda Guerra Mundial, dijo Graffman, era cada vez mayor la cantidad de personas que estudiaban seriamente el piano.
- Eso se debe al ascenso de la clase media aquí, en Estados Unidos, y a la plétora de profesores que emigraron de Europa después de la Revolución rusa, y de los acontecimientos de la Alemania nazi. Y además hay un florecimiento de talentos en lugares como Japón y Corea del Sur.
Muchos de los jueces citaron también el efecto de la radio y las grabaciones sobre los pianistas jóvenes.
Claude Frank
- Por intermedio de la industria grabadora, la gente ha llegado a adquirir una elevada conciencia de la excelencia técnica – dijo el director Max Rudolf -. En una grabación sencillamente no existen los errores, y ellas se han convertido en la nueva norma. En los tiempos antiguos no nos molestaba una nota equivocada aquí o allá. Ahora los pianistas jóvenes tienen que tocar a la perfección, porque una nota equivocada se destaca como un grano en la nariz.
Graffman y Frank estudiaron primero las fechas de nacimiento de los participantes, y compararon sus edades con la cantidad de conciertos que habían ofrecido.
- Si alguien tiene dieciocho años y sólo ha tocado en el plano local, está bien – dijo Graffman -, pero si tienen veintiséis y sólo tocaron en el ámbito local, no está bien. Después miramos el repertorio. Los participantes deben de presentar tres conciertos completos: uno debe ser de Mozart, Beethoven o Brahms. Además tienen que estar dispuestos a tocar entre noventa y ciento diez minutos de repertorio solista, que es, más o menos, una vez y media la duración de un recital solista común.
“Entonces miramos los profesores con quienes ha estudiado el participante, y el tipo de música de cámara que ha tocado. Pero una vez que lo hemos aceptado, la solicitud ya nada tiene que ver con lo que ocurra en el escenario.”

Antes de que se hubiera tocado una nota en el auditorio de WQXR de Manhattan, repentinos ataques de mononucleosis, inesperados compromisos de conciertos, y nervios de último momento habían reducido la cantidad de participantes, de los ochenta y nueve que habían aceptado, a los sesenta y cinco que tocaron en las preliminares. A cada uno de esos sesenta y cinco se le concedieron veinte minutos… un tiempo prolongado para las preliminares, pero muy breve para el participante.
- Eligieron la primera pieza, y al cabo de cuatro minutos sabemos si llegarán a las semifinales – dijo Claude Frank -. Si no se clasifican, tratamos de que el resto resulte lo más fácil posible. Si son promisorios, pedimos un estilo o un periodo diferente. Siempre escuchamos una parte de un concierto y una parte de una pieza solista.
A las nueve y treinta de la mañana del primer día, un pianista alto y delgado de Port Jefferson, Nueva York, llegó al auditorio de WQXR y pasó bajo el resplandor de las luces de cuarzo de 2,000 vatios pertenecientes a la gente de 60 Minutes. Leventritt había contratado los servicios de un publicista, y la firma había convencido al noticiario semanal de la CBS, de alto prestigio, de que televisara el acto. A los participantes no se les había dicho que serian televisados, y a medida que cada uno pasaba bajo las luces de cuarzo, los semblantes expresaban primero sorpresa, y luego una rápida adaptación a la inesperada situación. Las luces bañaban de blanco el escenario, proyectaban sombras de las teclas negras sobre las blancas del piano, y ocultaban por completo a los jueces sentados en el salón.

- El señor Gemmel comenzará con el Brahms en re menor –anunció la señora Berner con voz cuidadosamente modulada. Hubo una pausa mientras el pianista se preparaba. Luego, durante los nueve minutos siguientes, tocó sin interrupciones.
Nadia Reisenberg
Cuando terminó el primer movimiento se produjo un silencio. Los jueces –los pianistas Sidney Foster, Leon Fleisher, Gary Graffman, Richard Goode, Claude Frank, Nadia Reisenberg y Gitta Gradova, y el director Max Rudolf, cuchichearon entre sí mientras Gemmel miraba hacia la luz blanca.
- ¿Quiere tocarnos, por favor, algo de la sonata de Mozart? –pidió Fleisher, remitiéndose al programa que el señor Gemmel había presentado a los jueces.
A las nueve cuarenta, el participante comenzó la sonata no. 9 de Mozart.
- Gracias, muchas gracias –interrumpió Fleisher a las nueve cuarenta y tres-. ¿Ahora querría tocarnos algo de la balada de Chopin?
Leon Fleisher
Cuatro minutos después volvió a ser interrumpido.
- Gracias –dijo de nuevo Fleisher, y a las nueve cuarenta y nueve un joven de Kansas comenzaba con un preludio de Chopin.
Horowitz y Gitta Gradova
Durante las siete horas siguientes –contando el almuerzo y una pausa para el café-, los participantes cruzaron con valentía el escenario del auditorio, se acostumbraron a la luz blanca y tocaron como si si vida dependiera de ello. Algunos se precipitaron hacia los laterales empujados por una oleada de adrenalina, convencidos de que habían puesto en el teclado los veinte mejores minutos de su vida. Otros se hundieron en la silla más próxima, seguros de que la ejecución borrosa de la segunda pieza les había costado las semifinales.
- Prefiero apostar mi dinero a un caballo que a un participante, en una de estas competiciones –dijo uno de ellos después de tocar-. Todos los jurados eligen un ganador distinto, porque pertenecen a distintas escuelas de ejecución, porque pueden estar cansados o hambrientos o aburridos para cuando le toca el turno a uno, o porque uno mismo no está en buena forma. Es preciso tener nervios de acero, y no quebrarse bajo la presión. En otras palabras, uno no puede permitirse el lujo de ser humano, que es exactamente lo que debería ser para convertirse en un gran músico...

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